Domingo 10 Mayo
Juan 14,1-12
A muchos nos cuesta trabajo entender cómo Dios es comunidad de personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. También nos cuesta trabajo aceptar que Jesús nos tiene preparado un lugar en las realidades del cielo. Pero basta escuchar los discursos de despedida de Jesús, para persuadirse de que lo importante no es entender racionalmente cómo serán estos misterios de Dios, sino atreverse a vivirlos haciendo el camino con Jesús.
Si lo seguimos desde nuestras realidades temporales, es seguro que llegaremos a las realidades eternas. Esta es la propuesta que Jesús hace a sus discípulos en el evangelio de hoy.
Podemos imaginar el rostro de sus discípulos cuando les hacía estas revelaciones: los vería limitados en su comprensión y entendería que no estaban preparados para comprender el universo de amor al que los estaba llevando.
Cuando Jesús dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” y que hay que ir al Padre a través de Él, nosotros hemos de entender que: como Camino hay que practicar el amor; como Verdad hay que identificarse con Jesús porque en Él se formula la plena realidad del hombre y de Dios; y como Vida hay que realizar la lealtad a Dios más que el cumplimiento de la ley. Jesús es el itinerario que nos lleva a realizarnos y eso basta.
Hacer el camino implica entrar en el Sacramento del Padre que es Jesús. Es gracias a la sacramentalidad de Cristo que los discípulos podrán hacer las obras de Jesús y aún mayores.
Hacer el camino implica, además, decidir la vida desde la pedagogía de Jesús: en la que no se tiene seguro nada. Hacemos el camino de Jesús, pero a la vez es nuestro propio camino. Uno que toma sentido en la libertad de renunciar al propio yo para entrar en el misterio del amor. Si perdemos la propia vida, como nos dice Jesús, nos encontraremos realmente a nosotros mismos —Cfr. Lc 17,33—.
Hagamos el amor
El camino hacia el Padre es la práctica del amor. Esto implica asimilarse a Jesús, en su manera de amar. Así, el Padre no está materialmente lejano. Llegar a Él, es decir al lugar que Jesús nos tiene preparado, implica ocupar nuestro lugar, no físico sino relacional, un lugar de intercambio de amor, de mutuas presencias y de semejanza con Él.